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Congreso dividido, poder fragmentado: los límites del experimento libertario
21 de octubre de 2025



El Congreso argentino se ha convertido en un espejo de la fragmentación política que atraviesa al país. La irrupción del movimiento libertario, que modificó las coordenadas tradicionales del poder, dejó al descubierto la dificultad de gobernar sin una estructura partidaria consolidada ni una red de alianzas que asegure estabilidad parlamentaria. En ese escenario, el proyecto de transformación profunda impulsado por el presidente Javier Milei enfrenta su límite más complejo: la falta de una base legislativa sólida que convierta su programa en política de Estado.

La experiencia de estos meses confirma que el oficialismo puede sostener la iniciativa discursiva, pero no siempre la iniciativa institucional. Los debates en ambas cámaras se convirtieron en un campo donde las ideas de reforma se encuentran con la realidad de los números. La fragmentación de bloques, las identidades cruzadas y la ausencia de liderazgos consistentes dentro de la oposición conforman un tablero político imprevisible. La nueva composición del Congreso, surgida de un voto de hartazgo más que de una adhesión orgánica, expone las tensiones de una democracia que aún busca un punto de equilibrio entre representación y gobernabilidad.

A diferencia de los ciclos anteriores, en los que el Ejecutivo dominaba la escena legislativa, hoy el Congreso recupera protagonismo. Cada ley se negocia voto a voto, cada sesión depende de acuerdos efímeros y cada negociación implica costos políticos visibles. El Poder Legislativo, muchas veces relegado a un rol meramente aprobatorio, vuelve a ocupar el centro de la escena, pero lo hace en un contexto de alta inestabilidad, donde la lógica del consenso aún no ha encontrado cauce.

El nuevo oficialismo enfrenta el dilema de gobernar desde la minoría, intentando traducir un mandato de cambio en un sistema institucional diseñado para la negociación. Esa tensión entre la voluntad de ruptura y las reglas del sistema republicano ha sido, históricamente, una fuente de fricciones en la política argentina. El desafío actual consiste en transformar una fuerza de impulso disruptivo en una estructura capaz de convivir con la diversidad parlamentaria sin perder rumbo.

El Congreso dividido no solo refleja una correlación de fuerzas; también muestra una crisis de representación más profunda. Muchos legisladores se debaten entre la lealtad a su distrito, la presión de la opinión pública y la necesidad de adaptarse a un clima político que cambia con rapidez. La política argentina vive un tiempo de transición: los viejos partidos aún no logran reconfigurarse y las nuevas fuerzas no terminan de institucionalizarse. Entre ambos extremos se abre un espacio de incertidumbre que debilita la eficacia del sistema.

El Ejecutivo, por su parte, enfrenta las limitaciones de un modelo que confía más en la voluntad que en la estructura. Gobernar sin una base partidaria sólida puede ofrecer independencia coyuntural, pero también genera aislamiento. Las reformas económicas y administrativas impulsadas por el gobierno requieren un soporte legislativo que, de momento, se construye a partir de acuerdos circunstanciales con bloques provinciales y sectores del centro político. Esa aritmética frágil vuelve impredecible cada votación y obliga al Poder Ejecutivo a readecuar su estrategia constantemente.

La gobernabilidad argentina depende hoy menos de la ideología y más de la ingeniería política. Las alianzas tácticas se vuelven imprescindibles, pero también volátiles. La ausencia de un horizonte común entre las fuerzas políticas alimenta la sensación de provisionalidad. Cada actor se mueve calculando su supervivencia, más que su aporte a un proyecto nacional de largo plazo. En ese contexto, el Congreso se convierte en un espacio donde el poder se dispersa, pero también donde puede reconstruirse el diálogo perdido.

El experimento libertario ha puesto a prueba la elasticidad del sistema institucional argentino. Por un lado, revela la capacidad del país para absorber un cambio político abrupto sin colapsar; por otro, expone las limitaciones de una estructura estatal que no siempre acompaña la velocidad de las reformas. La tensión entre la promesa de transformación y la realidad burocrática se vuelve un componente central de la nueva etapa. La fragmentación parlamentaria actúa como freno, pero también como mecanismo de contención frente a los impulsos más disruptivos.

El equilibrio entre poderes, aunque incómodo, puede convertirse en un activo democrático si se lo administra con madurez. La existencia de un Congreso plural y una Justicia vigilante garantiza que las decisiones se debatan y se ajusten a los procedimientos institucionales. El problema aparece cuando la confrontación reemplaza al diálogo y la política se vuelve un escenario de resistencia permanente. La estabilidad republicana requiere cooperación, incluso entre adversarios.

La Argentina enfrenta así una paradoja: necesita cambios profundos, pero esos cambios deben transitar por un sistema diseñado para evitar concentraciones de poder. El desafío no es menor. La historia muestra que cada intento de reformar el Estado choca con la inercia de sus estructuras y con la complejidad de los equilibrios federales. Los gobernadores, actores centrales en esta trama, han recuperado influencia en un contexto donde sus votos son decisivos para cualquier iniciativa. El federalismo, muchas veces declamado, se vuelve ahora una pieza clave de la negociación política.

El Congreso dividido también refleja un país que busca redefinirse. Detrás de las discusiones sobre leyes y decretos se esconde un debate más profundo sobre el rumbo de la República: qué papel debe tener el Estado, cómo se distribuye el poder y hasta dónde llega la autonomía de cada provincia. En ese sentido, el proceso actual puede interpretarse como una etapa de reequilibrio institucional, en la que las fuerzas políticas deben reaprender a convivir en un escenario de pluralismo real.

La construcción de gobernabilidad no depende solo de la aritmética legislativa. También requiere confianza. Y la confianza, en la Argentina, se reconstruye con previsibilidad, respeto a las reglas y responsabilidad en el uso del poder. Ninguna reforma será sostenible si no logra un consenso mínimo entre quienes deben implementarla. El discurso de cambio puede entusiasmar, pero solo el diálogo lo convierte en política efectiva.

El futuro inmediato del país dependerá de la capacidad del oficialismo y la oposición para entender que el poder, en democracia, no se impone: se comparte. El Congreso dividido es, en ese sentido, un recordatorio de que ningún proyecto puede avanzar si no se construyen puentes. La experiencia libertaria, aún en desarrollo, enfrenta su mayor desafío no en la economía, sino en la política: demostrar que la libertad proclamada puede traducirse en una institucionalidad sólida, capaz de sostener los cambios sin romper los equilibrios esenciales de la República.







Octavio Chaparro

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