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Soberanía bajo presión: el pulso de España ante las exigencias militares




En los últimos días, España ha vuelto al epicentro de una ofensiva diplomática inusual. Lo hace sin disparos, pero con advertencias de sanciones comerciales y con la insinuación de una expulsión improbable de una alianza histórica. Es un episodio que revela no solo tensiones estratégicas entre grandes potencias, sino un choque entre prioridades nacionales: entre compromisos militares y responsabilidades sociales, entre soberanía y obediencia a la presión externa.

El detonante fue una declaración agresiva desde la Casa Blanca, en la que se sugirió que el desempeño español en materia de defensa —calificado como insuficiente por sus críticos— podría justificar sanciones o incluso la remoción del país de la Alianza Atlántica. Este tipo de amenaza es inédita entre socios. Pone sobre la mesa preguntas incómodas: ¿puede un país miembro ser “expulsado” de una alianza como la OTAN? ¿Qué margen real tiene un Estado para definir sus prioridades presupuestarias? ¿El objetivo militar debe imponerse por encima de otros compromisos sociales?

En primer lugar, conviene precisar que el tratado fundacional de la OTAN no contempla un mecanismo de expulsión forzosa de un Estado miembro por no cumplir niveles de gasto militar. Las normas que rigen esa organización permiten la salida voluntaria, pero no la coerción del resto de los miembros para apartar a uno. En consecuencia, la amenaza adquiere mayor carácter simbólico e intimidatorio que jurídico. Es una jugada política pensada para marcar disciplina y reforzar la presión desde el actor más poderoso del bloque.

Pero esa presión encuentra resistencia en España. El Gobierno ha respondido con firmeza: reafirmando su compromiso con las funciones militares y operativas de la alianza, pero defendiendo que el nivel de gasto que puede asumir debe armonizar con su modelo social. La política social, la inversión en sanidad, educación, servicios públicos —argumenta Madrid— no puede sacrificarse para alcanzar una meta militar que, para España, resultaría desproporcionada.
En España hay reconocimiento del peso de la geopolítica: que la defensa colectiva importa, que la cooperación militar es esencial frente a los nuevos desafíos globales. De hecho, se ha producido un aumento notable del gasto en defensa en los últimos años. Pero ese crecimiento no es suficiente para satisfacer la demanda externa de elevarlo hasta cifras que muchos consideran inviables sin afectar el tejido social.

En el plano interno esa tensión produce debates acalorados. Hay quienes sostienen que, si España pretende seguir siendo un interlocutor influyente dentro de la alianza europea y transatlántica, debe mostrar más ambición militar. Otros, en cambio, temen que el círculo de exigencias escale de forma descontrolada, hasta forzar recortes o subidas de impuestos que sean políticamente y socialmente insostenibles.

También conviene ubicar este episodio en un contexto más amplio: no es un caso aislado. En los últimos años varias potencias han reclamado una redistribución mayor de las cargas militares dentro de las alianzas occidentales. Los países más pequeños o con menor margen fiscal se hallan bajo una presión creciente para asumir compromisos que, de no calibrarse correctamente, pueden desbalancear sus estructuras sociales.

De hecho, la estrategia desplegada por algunos socios poderosos revela algo que va más allá del debate técnico: es el ejercicio del poder diplomático. Las sanciones comerciales, el discurso intimidatorio o el uso de la agenda militar como palanca de coerción exterior tienen un precedente en diversas arenas internacionales. Pero cuando se emplean entre aliados, abren una fractura de confianza que afecta la cohesión del bloque.

En este escenario, España debe calibrar su respuesta con astucia. No basta con decir “no” a la imposición, ni con resistir pasivamente. Hay que construir una narrativa internacional que valide su posición: demostrar con resultados, aportar misiones, capacitar fuerzas, participar activamente en operaciones diplomáticas de disuasión y paz. Esa combinación es la que fortalece el argumento de que la soberanía no está reñida con el compromiso solidario.

A la vez, debe insistirse en las asimetrías estructurales: no todos los países parten del mismo punto en su desarrollo económico, ni tienen el mismo margen para aplicar ajustes dramáticos. Obligar a una nación a hacer un salto presupuestario exponencial en el corto plazo puede poner en riesgo su estabilidad política y social.

Podría pensarse que esta tibia defensa de la autonomía puede pasar por ingenuidad frente al poder global. Pero también puede entenderse como una reivindicación vigorosa: el derecho de un Estado soberano de escoger sus prioridades, sin que una amenaza velada rompa la legitimidad democrática de su gobierno.

España no está reclamando impunidad militar, sino un reconocimiento de su propia realidad. Y ese reconocimiento sólo sobrevivirá si la estrategia exterior acompaña con argumentos claros y consistentes, no solo con gestos de fuerza verbal.

La prueba de fuego será cómo España gestione los próximos pasos: si acepta imponer incrementos abruptos en gasto militar sin condiciones, o si refuerza su papel como mediador, actor serio y respetado que no cede ante el chantaje. La historia mostrará si México pudo torcer ese pulso o fue doblegado por promesas y amenazas. Pero, por ahora, es una nueva fase en la batalla diplomática entre grandes poderes, y España está llamada a gobernar su destino frente a exigencias externas.



Octavio Chaparro






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