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Fragilidad cambiaria, ajuste y credibilidad: el dilema argentino

19 de octubre de 2025




La velocidad con la que el tipo de cambio del peso argentino ha experimentado oscilaciones recientemente se convierte en el síntoma más visible de una economía atrapada entre la urgencia de ajuste y la fragilidad estructural. Una depreciación cercana al 3,5 % en un solo día en un contexto ya de por sí inestable no sólo refleja una tensión cambiaria, sino que abre una puerta a un escenario de riesgos crecientes: expectativas de devaluación más profundas, aceleración de la inflación, fuga de capitales y un interrogante permanente sobre la credibilidad del plan económico.

El reciente triunfo en los papeles del gobierno —reflejado en un superávit fiscal y una disciplina presupuestaria más clara de lo habitual— contrasta con la realidad tangible para una buena parte de la sociedad: el empleo no arranca, la industria sufre, el consumo se resiente y los sectores más vulnerables parecen condenados a esperar. En ese desfase entre la teoría y la práctica se instala el verdadero dilema: ¿hasta qué punto puede sostenerse un modelo de ajuste que funcione en los balances macro sin que se resquebraje en el terreno social y económico real?

La tensión cambiaria surge cuando la moneda doméstica ya no es capaz de fungir como refugio confiable para los ahorros, ni como instrumento estable para planear inversiones. A ello se suma que la memoria colectiva argentina mantiene vivo el trauma de múltiples crisis monetarias y devaluaciones que han erosionado la confianza, tanto en el Estado como en el sistema financiero doméstico. Esa pérdida de confianza se traduce en un círculo vicioso: los agentes económicos, ante la expectativa de que el peso pierda valor, buscan dolarizarse o resguardar sus activos de otra forma, lo que incrementa la presión sobre la moneda y alimenta la inflación.

Ese contexto exige que la política cambiaria no sea una mera variable de ajuste técnico, sino que se convierta en un componente clave de la estrategia de credibilidad. Si el tipo de cambio se desbanda, los costos socioeconómicos serán amplios: subida generalizada de precios, deterioro del salario real, caída del poder adquisitivo, y aumento de la desigualdad. Todo ello puede erosionar el apoyo político y poner en jaque la sustentabilidad del plan económico. Y en una economía tan simbólicamente cargada como la argentina, la pérdida de credibilidad puede traducirse en una crisis profunda.

Por ello, el ajuste fiscal —aunque necesario— no puede entenderse como un fin en sí mismo. Más bien debe vincularse a una estrategia de reinterpretación de las expectativas: mostrar que el Estado controla el gasto, pero también que protegerá ingresos reales, fomentará la inversión productiva y dará un sendero claro para la moneda. En este sentido, la clave del éxito radica en el equilibrio: disciplina en las cuentas públicas, acompañamiento al sector productivo, y una política cambiaria creíble que no genere sorpresas ni desconfianza.

La historia argentina ofrece abundantes ejemplos de la ruina que provoca la combinación de déficit fiscal, inflación, devaluación y pérdida de la moneda como almacén de valor. Cualquier nuevo episodio de crisis monetaria despierta memorias duras: corralito, pesificación, acumulación de deudas en dólares, fuga de capitales, paralización productiva. Esa carga histórica hace que cada señal de fragilidad sea observada por los agentes con lupa. No basta con establecer metas macroeconómicas; se requiere generar convicción eficaz de que la estrategia será cumplida.

La ayuda externa —y en particular los acuerdos internacionales o líneas de crédito que pueden aliviar tensiones de corto plazo— tienen valor, sin duda. Pero no sustituyen la construcción interna de confianza. Si la economía depende sólo de que alguien externo la respalde, sin que haya cambios profundos en las dinámicas domésticas, la fragilidad puede reincidir. En efecto, el reto no es sólo acceder al financiamiento, sino que éste sirva de puente hacia una economía más estable, más diversificada, más productiva.

Entonces, el dilema se vuelve claro: o la política económica se orienta a restaurar credibilidad para generar un ciclo virtuoso donde la moneda deje de ser un riesgo, o seguirá siendo una fuente de riesgo en sí misma. El ajuste puede andar bien sobre el papel, pero si la moneda no aporta certezas, la economía real seguirá funcionando en fricción. Y en una economía con tantas interdependencias —industria, empleo, importaciones, exportaciones— esa fricción se propaga rápido.

Finalmente, la cuestión clave para los próximos meses será si el Gobierno es capaz de articular las tres patas esenciales: una política cambiaria clara, disciplina fiscal sostenida y una apuesta creíble por la producción y el empleo. Si falla alguna de ellas, el tipo de cambio se convertirá nuevamente en la variable autónoma que arrastra al resto. Y en ese escenario, la única ganancia segura será la incertidumbre.






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