La Trampa de la Lealtad Incondicional: Partidos, Identidades y el Futuro de la Democracia Argentina
20/10/2025
La democracia, en su versión más genuina, encuentra su fuerza en el ciudadano que examina, que valora opciones, que elige no porque “esa es mi tribu” sino porque “éste es quien puede cumplir”. En la Argentina, sin embargo, aparece una zona gris donde el vínculo entre partido político y votante deja de ser una herramienta de representación y se convierte en un atributo de identidad: pertenecer al partido antes de comprobar su capacidad. Esa conversión genera un desequilibrio profundo, pues debilita la evaluación, condiciona la renovación y pone en riesgo el fundamento mismo del contrato entre gobernantes y gobernados.
La obligación de votar en el sistema argentino —voto universal, igual, secreto y obligatorio— da al ciudadano la posibilidad de intervenir en la selección de sus representantes. Pero cuando el acto de votar se convierte en una afirmación de “yo soy de este partido” más que en un ejercicio de “este me representa”, se abre una brecha entre lo que la democracia exige y lo que la realidad practica. Esa brecha no es mera retórica: expertos del comportamiento electoral la señalan como uno de los motores de la identificación partidaria, entendida no solo como opción sino como apego afectivo que condiciona la conducta.
Si el voto deja de ser un mecanismo de selección de lo mejor para convertirse en una reafirmación de pertenencia, entonces la democracia opera a medio gas. Un partido que consigue la adhesión incondicional de un número elevado de ciudadanos deja de enfrentar exigencias de rendimiento y evaluación, y pasa a gozar de una legitimidad automática. Ese fenómeno ocurre cuando la identidad partidaria se vuelve tan sólida que sustituye la capacidad del dirigente, y en lugar de preguntarse “¿es competente?” se declara “¿es de los míos?”. En ese momento, la responsabilidad ciudadana queda difuminada y la rendición de cuentas pierde su efecto.
En la Argentina contemporánea, esta dinámica se agrava en contextos donde se habla de que un partido “tiene la mitad más uno” de los ciudadanos. Cuando la mayoría no es móvil —cuando no cambia su voto en función de quién está mejor preparado o de quién propone la mejor hoja de ruta— se debilita la lógica competitiva que la democracia necesita: que los partidos sepan que pueden perder y por eso deben esforzarse, innovar, mirar más allá del aparato. Si la pertenencia fija se impone a la evaluación variable, entonces la alternancia deja de ser plausible y la democracia queda relegada al formalismo de “votar por el mismo” más que al ejercicio de “votar por aquél”.
La renuncia —o la pérdida— del electorado como actor crítico tiene consecuencias múltiples: en primer lugar, reduce la presión política para que los partidos mejoren sus propuestas, su gestión, su transparencia. Si el votante percibe que su decisión está condicionada por la identidad más que por la capacidad, la competencia entre opciones disminuye, el incentivo para la excelencia política se erosiona. En segundo lugar, esa dinámica afecta la calidad de la representación: los votantes terminan asignando poder a las estructuras partidarias que, al no ver amenazada su base, pueden caer en el confort de lo repetido y lo previsiblemente conservador. En tercer lugar, la democracia misma se convierte en un ritual donde se celebra la permanencia más que la vigilancia: el ciudadano deja de preguntarse, deja de demandar, se queda en el spectatorismo.
Puede argumentarse que esta forma de lealtad partidaria tiene raíces culturales, históricas y sociales. En la Argentina, las identidades políticas han funcionado como vehículos de integración, como marcos colectivos de pertenencia en momentos de fragmentación, crisis o movilización. Pero ese mismo mecanismo que puede fortalecer al sistema político puede, también, convertirse en barrera para su renovación. Estudios recientes muestran que incluso cuando los partidos pierden atractivo como tal, las nuevas identidades políticas emergen —“post-partidarias”, anti-todo o de protesta— pero comparten el rasgo clave: buscan otro tipo de pertenencia, no necesariamente una evaluación crítica del poder.
Una democracia sana debe cultivar más que la pertenencia: debe fomentar la capacidad del ciudadano para elegir entre alternativas auténticas, apoyarse en discusiones de fondo, valorar las trayectorias, exigir resultados. Esto exige que cada votante se adapte al rol de elector activo, no simplemente como miembro de un clan. Pero si la mayoría de los votantes opta por el clan, entonces el sistema se distorsiona. En efecto, sin esa exigencia de rendición, el poder tiende a reproducirse y la alternativa queda condicionada o se vuelve simbólica.
El reto para la Argentina es grande: reconstruir una cultura política donde el partido no determine el voto por defecto, sino que el voto determine al partido. Esto implica revitalizar la educación cívica, fortalecer la deliberación pública, promover la transparencia de los partidos, incentivar a los ciudadanos a cuestionar, a desconfiar de la inercia. Significa transformar la pertenencia automática en pertenencia vigilante, en voto informado, en participación que evalúa.
La transformación no ocurrirá de la noche a la mañana. Requiere un pacto social donde los partidos acepten que su legitimidad depende no solo de su base fija, sino de su capacidad de convencer, de funcionar bien, de responder al ciudadano. Requiere que los ciudadanos asuman que su identidad no es un escudo contra la crítica, sino un motivo para exigir más. Ese pacto cultural demanda voluntad, nuevos liderazgos, transparencia real, y medios que promuevan no la reafirmación sino el análisis.
En última instancia, la pregunta es sencilla: ¿defendemos la democracia o defendemos un partido? Cuando la respuesta es la segunda, la democracia empieza a perder su sentido. Porque no se trata solo de votar, sino de escoger bien, de cambiar cuando hace falta, de pedir cuentas, de admitir errores, de abrir caminos nuevos. En la Argentina, la democracia tiene que recuperar su tensión dinámica: ciudadana y crítica, participativa y razonada, no solo ritual de identidad. Allí está su esperanza.
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